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Mi vecina María Elena Walsh

“Yo no conocí a Joaquín Castellanos”, escribió Manuel J. Castilla al comienzo de una evocación paradójicamente testimonial del autor de “El Borracho”, incluida como epílogo de una reedición salteña del poema hecha en 1973. Frase directa y contundente, acorde –del latín cor-cordis: corazón- con el peregrinaje estético de Manuel por la sinceridad; a mano contraria por donde fueron y van tantos relatores profesionales de anecdotarios con personajes famosos. Bien vale la pena parafrasearla entonces y decir por mi parte que yo no conocí a María Elena Walsh.

Mi vecina de la calle Laprida

Lo pienso en estos momentos, mientras la televisión trasmite casi en cadena la noticia de su muerte ocurrida aquí horas atrás, como para concluir que no sólo en el título de su poemario inicial de 1947 -saludado por Juan Ramón Jiménez– hay un “Otoño imperdonable“, sino que bien les cabe el adjetivo a este verano y en particular al mes de enero de 2011.

Imagino en tanto cambio los canales, todos con su rostro detenido en primer plano, las muchas oportunidades que tuve al menos de saludarla y no lo hice: durante años fue vecina de casa, puesto que vivía en un tercer piso de la calle Laprida 2002, en el cruce con Pacheco de Melo –propiedad que después adquirió el médico psicoanalista, historiador neorrevisionista, autor teatral y diplomático Mario “Pacho” O’Donnell-, en tanto nuestra familia se hallaba establecida a la altura del 2100, a pasos de Juan María Gutiérrez. ¿Por qué seguí de largo? ¿Discreción? ¿Timidez? ¿Miedo a no ser respondido con cordialidad?

Analizándolo en perspectiva, sospecho que más fue debido a que en la primera juventud, edad volcada hacia el futuro por definición, me apresuraría sin complejos ni nostalgias a dejar atrás los palacios de arena de una no tan lejana infancia “clavada a la madera de otro sueño” [[María Elena Walsh: Balada del tiempo perdido]] y disparada hacia mundos de imaginación precisamente con los poemas del libro “Tutú Marambá” y muchas de sus canciones para chicos donde la realidad cobra dimensión fantástica, o la fantasía una materialidad de espesor desconocido, en tanto los juegos de palabras, los neologismos y las onomatopeyas en que insistía, permitían intuir verdades mediante la aristotélica reducción al absurdo, previo naturalmente a todo estudio de la lógica por mi parte.

Sí, en la niñez siempre predispuesta a interrogar y hacer oídos sordos a las respuestas sin validar de los mayores, además de las aventuras de El Eternauta y las historietas de intriga de Billiken o Selecciones Escolares de Codex, leía y escuchaba discos de María Elena, subyugado por su universo regido por otras leyes, para las que –infería entusiasmado- copiarse en la clase podría constituir un mérito y no ser un pecado como dejaban entrever los preconciliares sacerdotes agustinos del colegio.

Ya en los primeros años setenta, entre ideologías intransigentes y algo fanatizada militancia política, me interesaba más que todo su “mester de juglaría” y esa original adscripción criolla al “castigat ridendo mores” que recuperara Moliere del teatrismo ambulante italiano; actitud y método con que igualmente María Elena daba palo, por ejemplo, a los ejecutivos -que todavía no eran “yuppies“ en inglés- y seguía sus dispendiosos y por cierto envidiables -para mí- itinerarios, “del avión al salón, del harén al Edén”. Menos la iba en cambio con eso de “cuando ‘el que te dije’ salía al balcón” de su tango “El 45”. Me sonaba a gorilismo -que si alguna vez la poseyó supo exorcizar en su poema a Evita, no sé si ya compuesto durante el lanussismo- omitir el nombre del líder exiliado en Puerta de Hierro y con ello concederle vigencia tantos años después al Decreto Ley 4161 de Aramburu -convalidado por la Corte Suprema de entonces-, norma que provocó el reproche jurídico y republicano del administrativista Rafael Bielsa. En fin, todo un antecedente del País Jardín de Infantes custodiado por “celadores franquistas”, construcción elíptica que omite “videlistas”, según su denuncia en Clarín el 16 de agosto de 1979.

Por la Calle Laprida

A menudo veía pasar a María Elena Walsh. En horas de la mañana iba con la bolsa de hacer compras rumbo a los primeros mercados de autoservicio inaugurados con la consiguiente -y creciente- zozobra de los comerciantes chicos que veían reducirse la clientela. Aunque el tránsito no era tan intenso como ahora, las bocinas ponían su cuota de disonancias en el paisaje urbano, irresolubles hasta para el mismísimo Alban Berg. La sensibilidad de la poeta desbrozaría la maleza de los ruidos molestos para captar con nitidez las notas agudas de “la flauta del afilador/ que recorre la calle Laprida”, recuperada en el “Vals municipal”.

Por la tarde solía doblar por la avenida Las Heras junto a María Herminia Avellaneda, sin duda con Sara Facio o alguna otra persona, dirigiéndose lo más probable a actos culturales. Era un personaje de la zona con duende incorporado. Una escritora habitante de una calle Laprida que tuvo afincados un buen número de personajes de las letras en su itinerario que comienza en la actualidad con prejuicio de guía social en la avenida Córdoba; y a la aventajada altura del 900 para no adelantarse más allá y toparse con el Once comercial o peor aun con el gardeliano y por décadas verdulero Abasto. (Anota Vicente Osvaldo Cutolo en “Buenos Aires: historia de las calles y sus nombres”, que hasta fines del siglo XIX Laprida nacía en Rivadavia, como lo señala el Plano Municipal de Obras Públicas y Memoria Municipal de 1882.)

No puedo asegurar si las presencias fueron del todo simultáneas, pero lo cierto es que en un tiempo más o menos coincidente vivieron en esa arteria de Recoleta -al nombrarlas transito mentalmente su numeración en forma descendente-, además de María Elena, Lía Gómez Langenheim -mi madre-, otra autora de libros de poemas infantiles, de villancicos y literatura religiosa, así como de cuentos y comedias incluso para títeres que elogiaron las titiriteras de culto Mané Bernardo y Sarah Bianchi.

Y era vecina del mismo edificio Flora García Black, más conocida por el seudónimo Carmen Arolf, anástrofe de su nombre real; periodista jubilada y amena narradora en “Haz de añoranzas”, “Matices sureños”, “El Hada del Famatina”, “Evocaciones Argentinas” y en la “nouvelle” “Ana Teresa”, que teatralizó la profesora María Lydia Varone del Curto y representó el grupo del Teatro Infantil Aladino por ella fundado.

(Antonio Di Benedetto vino algo después: al regresó de su exilio final en España, ya reinstaurada la democracia con el presidente Alfonsín. Se instaló en un departamento de un ambiente ubicado a la altura del 1900, sobre la vereda de los números impares, en coincidencia con su obra y su personalidad únicas.)

Sobre el 1800, estaba la casa del ex magistrado y ex subsecretario de cultura de la Nación Ignacio Braulio Anzoátegui, el quevediano y gongorino a la vez sonetista de “La rosa y el rocío”, el límpido creador de “Romances y jitanjáforas”, el sarcástico demoledor del procerato liberal en “Vidas de muertos” y “Nuevas vidas de muertos”.

A pasos, casi al llegar a la esquina de French vivía Enrique Loudet, un embajador poeta y amigo de poetas y otros artistas como Benito Quiquela Martín y Juan de Dios Filiberto. Don Enrique –hermano de Osvaldo, humanista médico psiquiatra, escritor y miembro de la Academia Argentina de Letras- conoció en su juventud a Rubén Darío y ya diplomático costeó de su peculio una placa que en nombre de la intelectualidad argentina homenajea al gran nicaragüense ante su tumba en la Catedral de León. Será de anotar que por obra de la casualidad, el ultramontano y rosista Anzoátegui y el agnóstico y sarmientino Loudet se aproximaron y mucho, sino en las respectivas visiones de la historia e íntimas convicciones religiosas, al menos en sus fundados espacios hogareños.

Cuando publiqué uno de mis primeros poemarios, alguien me sugirió enviarle un ejemplar a Norberto Silvetti Paz, traductor de clásicos y modernos, poeta de voz “alejada y contenida” a juicio de H. A. Murena y el novelista de “El escorpión”. Lo hice a la dirección indicada: Laprida 1770. Nunca fue recibido porque el destinatario se había mudado ya sin indicar dónde al portero. Con el tiempo trabé relación con el platense de origen tucumano Silvetti Paz. Conocí de cerca su gentileza y sabiduría y advertí su bohemia y nomadismo, los que sumados a la falta de recursos económicos, le impedían siempre poder afincarse en forma definitiva.

Un petit-hotel situado al 1600 fue residencia de Arturo Cambours Ocampo, el autor de “Poemas para la vigilia del hombre” y de ensayos tales como “Poesía y matemática”, “Literatura y estilo” o “Lenguaje y Nación”. El humo a bocanadas de su pipa que mereció estrofas de Arturo Capdevila, pondría en alerta a los bomberos del cuartel contiguo.

Finalmente, cruzando Santa Fe, en Laprida número 1178, a metros de donde funciona el Museo Xul Solar -emplazado en la que fue la casa del esotérico y universal creador, al 1212 de la misma calle- en un noveno piso para más datos como para otear el panorama descripto y las idas y vueltas de sus colegas, vivió hasta mudarse a pocas cuadras de allí -donde solía visitarla- María Angélica Bosco, imaginativa cultora de la novela policial -“La muerte baja en el ascensor” es un clásico del género-, ajustada comentarista en “Borges y los otros”, comediógrafa en “La noche mil dos”, ensayista que no le esquivaba a los temas en “Carta abierta a Judas” y originalísima memorialista en “Memoria de las casas”.

Tomo uno de los versos del poema “Eva” de María Elena Walsh y me pregunto también “Qué importa dónde estaba yo”; en espíritu y disposición para saludarla cuando pasaba a mi lado por Laprida con ángel incorporado. Qué importa eso frente a la certeza que el mensaje de luz de sus personajes disparatados, demandantes de quimeras como el osito Osías, incluso subversivos de un orden que hace agua y dados a resistir razones de peso muerto desde el rebelde revés del derecho -o derecha-, antes que aniñados hasta la buena conducta en los boletines y el lustre de los competitivos cuadros de honor escolares, viaja sin desvanecerse y llega puntual, en su duelo, desde las infancias.

  • Carlos María Romero Sosa

    Abogado y escritor.

    Su último libro es “Fanales opacados” (Proa Amerian Editores, 2010)
    Blog: http: //poeta-entredossiglos.blogspot.com.

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