La Puna, el mundo andino y el folklore van perdiendo la categoría de lo local para convertirse en espacios de movimiento, mercancía geográfica, fetichismo del paisaje cultural. Y aunque turismo y cultura no son áreas incompatibles, la confusión que impera en ambas áreas a partir de la unificación de su Ministerio es producto de la discontinuidad y de la pérdida de autonomía en la política cultural.
- Especial para Calchaquimix y Salta Libre por Idangel Betancourt, escritor.
1- Identidad y mito de los opuestos
El arraigo al paisaje que definió históricamente la actitud de “solo estar” del hombre étnico de la región del Noroeste argentino, ha sido sometido en las últimas décadas a un proceso de hibridación por la penetración del movimiento global. A esto habría que agregarle una gastada tradición de valores que constituyen unidades de sentidos que operan como peso muerto en los discursos de identidad, basados en opuestos legitimados desde las primeras etapas del peronismo, como pueblo-oligarquía, nacional-extranjero; y el no menos neutralizante nación-federalismo. Estos opuestos, siquiera permiten una concepción clasista de la sociedad, sino que neutralizan toda proyección de sentido que mueven a estos grupos en tanto sujetos culturales, eliminan el diálogo y por tanto la integración. Si no hay mediación no hay hombres, solo objetos. Aparecen entonces los mitos objetos sobre los que se edifica determinada idea de la salteñidad a la que el arte y la cultura deben responder.
La decisión del Poder Ejecutivo salteño de poner bajo la dependencia del Ministerio de Turismo la Secretaría de Cultura en diciembre de 2008, podría leerse como un síntoma de las presiones del movimiento global y las salidas económicas que la irrupción del turismo provoca. Sin embargo, el precipitado decreto, la ausencia de un plan definido de articulación entre las áreas, revela también que la “idea de cultura” en Salta sigue siendo patrimonio de una elite, y en esa idea solo entra lo que está avalado por la tradición.
En los ochos meses transcurridos desde el decreto se ha cambiado dos veces al Secretario de Cultura, cada uno de estos más lejos de poder definir una política. Pero en medio de ese palimpsesto de decretos y resoluciones va quedando legible la intención de utilizar el espacio artístico y cultural salteño como un campo de operaciones para el impulso del turismo en la provincia.
En el centro de esta desarticulación aparece una pareja de opuestos: tradición vs. globalización. Pero nada anuncia una política que pueda advertir las desigualdades que el movimiento global puede intensificar, o tomar conciencia de la productividad de estos desplazamientos. La óptica cultural bajo el dominio del turismo queda atrapada en otro opuesto que domina nuestra época: imagen vs. sentido.
2- La ruptura con el paisaje
La composición étnica y la organización social de la provincia de Salta han suscitado una división geopolítica que delimita el escenario de las diferentes culturas. Así, el hombre de la Puna, el de los Valles Calchaquíes y el de las zonas fronterizas han sido caracterizados por el imaginario social en relación directa con el lugar, su entorno geográfico.
Pero el lugar ya no es paisaje inconmensurable donde el norteño fija su identidad, sino espacio de movimiento global. Políticos, profesionales, artistas y turistas se presentan en ese espacio como iniciados en un mundo mítico que adaptan a sus intereses de cultura, como comprimidos de diversidad que consumen o recetan contra el agotamiento global.
El hombre originario, consecuente con este movimiento, ha adoptado a su vez estrategias de inserción en la cultura globalizada. Por ejemplo, en enero de 2009, el cacique Miguel Siares, auspiciado por el Ministerio de Turismo y Cultura, presentó el Carnaval de San Antonio de los Cobres en Buenos Aires, en una conferencia de prensa donde se realizaron ceremonias ancestrales. Días después hizo lo mismo en el Museo de Antropología de Alta Montaña de Salta (MAAM); allí se repartió albahaca para la buena fortuna, entre otros rituales. El MAAM se abrió para exhibir a los niños del Llullaillaco, una decisión polémica que Siares criticó en su momento alegando que habían sido «extraídos de su hábitat natural y profanados».
En el mismo sentido, la sicóloga y defensora de los derechos indígenas, Katia Gibaja, realizó el año pasado la ceremonia de la Pacha Mama -una de las deidades principales del sistema religioso andino- en el complejo turístico del cerro San Bernardo; en el mismo lugar que en 1854 el viajero italiano Carlos Penuti captó en su óleo, Vista de Salta, el aire de comarca de la ciudad.
De cierto modo, Salta no ha perdido ese “aire de comarca”, pero los cerros que han protegido simbólicamente sus estamentos sociales, no muestran ya su eficacia frente a las relaciones de la globalización. El paisaje ya no es fijeza. Sin embargo, hay construcciones que siguen siendo fuertes, como el dominio patriarcal, la significación de poder de ciertos apellidos, o la esgrima en la que se hace uso de conceptos como federalismo, tradición y folklore.
El arte y la literatura salteña, desde el fundacional Juan Carlos Dávalos, son todavía deudores de estas construcciones. Según la época, ha legitimado o puesto en evidencia estas tensiones, como ha ocurrido en las dos últimas generaciones de las que pueden ser ejemplo la narrativa de Liliana Bellone, o la obra de la cineasta Lucrecia Martel. En tanto, el discurso cultural hegemónico tiende velo y silencia a artistas que no responden a la imagen que fijó un mercado que juguetea con la moral y la estirpe de cierta clase salteña: nombres de poetas como Walter Adet fueron borrados de las Salas de la Secretaría de Cultura en marzo de 2009 por sus autoridades; o el mismo Manuel J. Castilla es olvidado a 30 años de su muerte.
Estas construcciones que perviven sobre la base de opuestos que constituyen tópicos en el proceso de legitimación de la identidad nacional (a los mencionados anteriormente se suman otros como civilización-barbarie, purismo-tradicionalismo) llevaron al ensayista Gregorio Caro Figueroa a definir que “Salta es más postradicional que posmoderna”.
Esa persistencia de comarca, de entidad folklórica, es hoy un producto que empieza a dar sus primeros indicios de desgaste, tanto en el seno del imaginario local como en el mercado turístico.
3- El agotamiento folklórico
El hombre “folk” de Salta admira y/o remeda el arquetipo del Gaucho, sobre una imagen del mismo construida desde el discurso ideológico que legitimó la consolidación de una identidad nacional. Sin embargo, hoy las manifestaciones folklóricas subsumidas al mercado sin poder arribar a una estructura sólida de industria cultural, conforman una narración sin tensiones ni conflictos, un gracioso fresco de una cultura usando cuidadosamente un espacio que otra dominante le ha prestado. Todo parece indicar que el folklore agotó su rescate de bondad popular y ahora es él mismo el que debe ser rescatado.
Lo cierto es que mientras se insiste en vender a Salta como destino turístico cultural, no se tiene en cuenta el debilitamiento que vienen sufriendo los signos de esa cultura que se oferta. Los desplazamientos que produce la misma actividad turística sin una previsión de su impacto, tanto en el patrimonio material como en el inmaterial, segrega y obliga a artistas y actores de segmentos culturales a improvisar políticas de inserción que muchas veces conducen a un fetichismo de la tradición salteña. La asimilación del pop en grupos folklóricos como Los Nocheros o Los Huayras, son un rápido ejemplo de esas estrategias. Los resultados: un minuto de fama en el mercado.
En el mismo sentido, Elisa Moyano, en una investigación sobre la performance de las mujeres en el folklore salteño, encuentra un consentimiento del imaginario patriarcal en la configuración de los espectáculos de las folkloristas, ya sea desde el vestuario o desde el repertorio elegido. Desde diferentes lugares, estos ejemplos dan cuenta de políticas de inserción que se sostienen en el imaginario social legitimado por grupos hegemónicos y que producen un sincretismo entre mercado y tradición.
4- Permanencia vs. hibridación
El discurso de la tradición sigue normalizando un imaginario social que es una ficción de la hegemonía. ¿Cuáles son las simientes de ese discurso? En el libro 40 años de teatro en Salta, Graciela Balestrino y Marcela Sosa refiriéndose a la década de los ’50, señalan que “la legitimación del teatro como representación de una identidad colectiva hegemónica significó la revalorización de la dramaturgia nativista”. La utilización de un tiempo y espacio autónomo, estancado en la fijeza de la misma naturaleza constituyen rasgos fundamentales de esta visión. Juan Carlos Dávalos es en la literatura un fundador de esta mirada, él mismo confiesa:
“Así, mis personajes, los pocos que traté, interesan, indudablemente más como tipos decorativos que como criaturas inteligentes, y más como elementos pintorescos que como tipos psicológicos; y ello porque en nuestras montañas y en nuestras selvas, todavía no conquistadas para la civilización, el individuo es accidental y la naturaleza es permanente”. (“El proceso de la literatura y su reflejo de la realidad socio-cultural salteña”, en Estudio socio-económico y cultural de Salta, p. 146).
El filósofo Rodolfo Kusch (otro marginado en el ámbito académico y cultural) distingue la preeminencia de la categoría estar sobre ser en la cosmovisión del hombre americano. Pero permanencia es un concepto complejo en la actualidad; la noción de quietud que conformaron históricamente las características del hombre étnico del noroeste argentino contempla tres aspectos según el estudio mencionado anteriormente:
1. La permanencia espacial;
2. La centración de un tiempo único o la vivencia de un tiempo lento;
3. La oposición al hacer, la pasividad.
Aspectos que no se pueden verificar hoy en la mayoría de las comunidades originarias. La hibridación a causa del impacto del turismo y las condiciones de globalización han propiciado a estas comunidades contar con estrategias y políticas de inserción. La Puna, el mundo andino y el folklore van perdiendo la categoría de lo local para convertirse en espacios de movimiento, mercancía geográfica, fetichismo del paisaje cultural. Y aunque turismo y cultura no son áreas incompatibles, la confusión que impera en ambas áreas a partir de la unificación de su Ministerio es producto de la discontinuidad y de la pérdida de autonomía en la política cultural.
El movimiento propio de los procesos de hibridación es inevitable, pero puede ser controlado y tomar diversos sentidos, si en lugar de la ficción de la tradición en función de la hegemonía se comienza a considerar estas tensiones. Allí, donde la educación y la justicia social han fallado, el mercado permite hoy que la tradición y la cultura no sean una línea de demarcación frente al otro, sino una vía de inclusión en el todo. Esta “inclusión” y este “todo”, son nociones abstractas y engañosas que reprimen otras nociones como reconocimiento, distinción, interculturalidad. Por eso acudimos al vaciamiento mítico de los rituales, a ceremonias publicitarias que manifiestan un rotundo desplazamiento del rito al espectáculo.
- Nota publicado el 28 de Julio de 2009.